Poesía es aquí (o de cómo todo intento de permanencia es inútil)

Texto leído durante el IV Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes, CONARTE, Monterrey, N.L., 13 de octubre de 2012.



1-De Alejandría al Anáhuac: el oxígeno y la memoria

Una de las preguntas infructuosas que se nos pueden ocurrir en una tarde de ocio es a cuántos grados arde un libro (y añadiríamos, centígrados o Fahrenheit). Vana reflexión, a menos que uno sea un personaje bradburiano¹ encargado de alimentar las hogueras en las que se consumen los últimos restos de la palabra escrita. Posiblemente también les habría resultado de interés este dato al cura y al barbero que hicieron escrutinio en la librería de don Quijote para castigar con fuego a los causantes de su locura (ya se sabe que del poco dormir y el mucho leer la gente pierde el juicio).

     Cierto es que este nimio conocimiento de física resulta irrelevante cuando se trata de incendiar bibliotecas. La lumbre quema, con saber esto es suficiente.

     El caso emblemático en Occidente es aquella épica catástrofe ocurrida entre el siglo III y el IV, en la que Alejandría perdió su gloriosa biblioteca. Como efigie de esa sabiduría perdida nos queda la figura de Hipatia, la última gran científica del mundo antiguo. Según algunos historiadores, su brutal asesinato (en el año 415) a manos de un grupo de monjes acaudillados por san Cirilo, marcó el principio del oscurantismo medioeval y la destrucción de Alejandría como centro del saber.

     En Oriente encontramos episodios similares. En el siglo III a.C., el emperador Tsin shi Hwang-di mandó quemar toda la literatura de China (para que los sabios desocupados no se instruyesen) excepto los libros de medicina, agricultura y adivinación.

     Pero yo no soy historiadora y ni siquiera he estado en Egipto o en China, digo solamente lo que he leído y nada me asegura que todos los libros que han llegado a mis manos no hayan estado equivocados, o que sus páginas no sean el espejismo creado por algún encantador de esos que hacen parecer fieros gigantes a los molinos de viento.

     No necesitamos irnos lejos. También tuvimos nuestro holocausto mesoamericano, innumerables códices o libros de pinturas entregados a las llamas. Cientos de cantos desaparecidos para siempre. Nombres y más nombres de cantores sepultados entre ríos de sangre y ceniza. Miguel León-Portilla en su reconocido libro, Quince poetas del mundo náhuatl², después de tomar diversas fuentes, desde los libros pictoglíficos hasta los Romances de los señores de la Nueva España, sólo tiene la certeza de la autenticidad de los textos de quince autores (entre los cuales hay una mujer, Macuilxochitzin), ¡quince! para las cuatro grandes regiones donde floreció esta cultura.

      Queda asentado este extraño gusto de la humanidad por, periódicamente, querer borrar el rastro del objeto más poderoso, singular y cargado de peligros que se ha engendrado en la Tierra: la palabra; mejor aún, la palabra escrita; la que nos parece ajena, desconocida o blasfema.

     Dediquemos ahora un instante a pensar en la literatura oral, aquella que se escribe en los oídos, que se transmite en el pliego de la memoria de una generación a otra. Cuando una lengua desaparece, cuando se queda sin hablantes, muere una biblioteca viviente. Acaso subsistirá el argumento, la anécdota cruda, mas no estarán dos de los principales componentes de este tipo de literatura: la musicalidad del lenguaje original y su sentido místico. Los loables esfuerzos de lingüistas, antropólogos y otros sesudos investigadores, en el mejor de los casos nos dejarán entrever vagos destellos de lo que fue esa forma de expresión.

     Vuelvo ahora a Bradbury. Fahrenheit 451 me parece, más que una novela futurista, una novela sobre la historia de la humanidad. Aquellos hombres-libro que huyen desesperados a esconderse en la negrura de los montes para salvar las obras del olvido, son los poetas griegos tratando de guardar los rollos de papiro de la gran biblioteca; son los sabios chinos ocultando en su pecho las enseñanzas prohibidas; son los escribas del Anáhuac enterrando los códices de amate en templos paganos; son todos los hombres y mujeres que han amado los libros, que consideran que existen obras necesarias, las que no deben dejar de ser leídas, al menos mientras exista oxígeno en el mundo, el mismo oxígeno que hace a las personas respirar y a las llamas, arder.


2-La ilusión del lenguaje; los disfraces de la luz

Los Genjutsu son una rama de las técnicas ninja (Ninjutsu) para confundir la mente y crear espejismos. A todos nos gustaría aprender a usarlos en la gente que nos rodea. Como si pudiéramos definir qué es la realidad.

     Nada de lo que observamos es, completamente, lo que parece. La luz es la máxima Genjutsista del universo; cada noche vemos resplandecer en el firmamento la corona de astros muertos desde hace miles de años, mientras la oscuridad nos oculta enjambres de soles que no han alcanzado a mostrar su rostro. En nuestra esfera cotidiana –donde lavamos ropa, vamos por las tortillas y escribimos poemas–, las cosas no suelen ser menos ilusorias. Ni la profundidad de las palabras, ni los colores de los objetos, ni siquiera el paso del tiempo son iguales para todos.

     Así, los seres humanos hemos creado sistemas para rasgar la tela de la relatividad y “entendernos” unos a otros o, al menos, crear la ilusión del entendimiento.

     Nuestra lengua es el cincel, lo único que puede salvarnos del aislamiento.

     ¿No es el lenguaje la creación más poderosa y el más desesperado intento por expandir las posibilidades del ser? Dice Orlando White: “Sólo queremos ser escritos / tener sustancia. / Pero al lenguaje le gusta disfrazarnos”. Y, ya, en estos versos hay un grado de ilusión, porque yo los he dicho en español cuando fueron escritos en inglés; pero el poeta es diné (navajo) y seguramente pensó el poema en su lengua materna. Tenemos entonces en estas pocas líneas una sucesión de traducciones (o sea, traiciones).

     La poesía lleva al lenguaje hacia sus expresiones más puras y, a la vez, más extremas. Es, en palabras de Paul Éluard, “el derrumbe de la razón”. Sería pretensioso querer definirla, mas no puedo separarla de la belleza. Si le diera un rostro sería el de Rimbaud. ¿Qué efigie más representativa? “Yo es otro”, proclama el chamán. Conocemos la sentencia: “El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura”.

     Pero el romanticismo, dirán los escritores de mi tiempo, ya está trascendido. Creer que la belleza es el motivo universal para escribir resulta cursi, también me han dicho eso. Y de aquí, precisamente, de olvidar la belleza de la sustancia surge la devoción a la “forma”.

     Estamos en el tiempo de las formas.

     Pareciera que en el terreno del sema ya se ha experimentado con todo. Pasamos de los cantos épicos a los cantos místicos y ascéticos, y de allí a la caída en el Yo; el poeta suelta la mano de Dios para tomar la mano del Diablo, antihéroe exiliado, herido y rebelde. Hasta que el bardo se convierte él mismo en un pequeño dios, para quien han sido creadas todas las cosas bajo el sol. Luego continuará la exaltación a través del viaje, en vez de los navíos, las combis; en lugar del hachís el LSD y, finalmente, el internet.

     Truman Capote compara al escritor con un tahúr, por su pulsión de vivir al límite y jugárselo todo en una partida. Para mí, el poeta se asemeja al genjutsista en su capacidad para abrir las puertas de la mente; pero, en un proceso inverso, la poesía nos libera de las ilusiones cotidianas, mostrándonos ese mundo que subyace a la conciencia.


3. De robots, versos y acotaciones

Recuerdo un ensayo de Isaac Asimov que leí en mi adolescencia, donde se cuestionaba si las máquinas, aptas para desempeñar a la perfección cualquier tarea, nos igualarían o tal vez superarían en el terreno del Arte. ¿No podría un robot interpretar sinfonías, pintar cuadros o escribir cuentos con precisión matemática y, por lo tanto, mejor acabados de lo que los haría una persona? Asimov concluía que en este rubro jamás sustituiríamos al elemento humano, por una sencilla razón: lo que hace verdaderamente a una obra de arte es el toque de imperfección. Esa imperceptible variación del sonido, esa sutil asimetría de las formas, ese acomodo irregular de las palabras es lo que vuelve única a una pieza estética y cautiva nuestros sentidos. Los artistas, entonces, no tenemos que competir contra las máquinas, pero sí podemos valernos de ellas durante el proceso creativo.

     ¿Acaso la exploración y el juego que permite la computadora hace a los autores contemporáneos llevar una “ventaja” sobre quienes no tuvieron a su alcance más que una máquina de escribir mecánica o papel y pluma? Todo parece indicar que el uso de las herramientas tecnológicas actuales acabará con los libros impresos y con el hábito de escribir a mano.

     Pensemos en la transición entre la literatura oral y la escritura. Esta nueva forma de tecnología que permitía conservar las palabras de manera independiente de los hablantes debió de causar desconcierto, fascinación e, incluso, horror. ¿Qué clase de corrupción de la lengua era esta que volvía innecesaria la memorización?, ¿y si con el tiempo los hombres lo olvidaban todo?

     En sus orígenes la literatura era una experiencia comunitaria en la que intervenían los cinco sentidos. La sensorialidad y el gregarismo poco a poco darían paso a una lectura solitaria en la que, básicamente, el único sentido que interviene es la vista.

     Pero, así como el cinematógrafo no hizo desaparecer al teatro y los instrumentos musicales electrónicos no sustituyeron a los acústicos, la literatura oral no ha dejado de existir. Cinco mil quinientos años después de inventada la escritura, en una época en la que cada año se genera tanta información como para abastecer todas las bibliotecas del mundo, la literatura oral sobrevive, principalmente en países como México donde el sincretismo de culturas hace lindar las costumbres precolombinas con la posmodernidad.

     Obviamente el artista se vale de los medios materiales y de la cultura de su época para crear –sería absurdo aferrarse a escribir con pluma de ganso pudiendo hacerlo en computadora; los elementos de la época, como la narcocultura, inciden en nuestro vocabulario–, pero el principal recurso para la creación es y seguirá siendo el talento. El verdadero corazón de la obra palpitará en ese destello del espíritu –permítaseme usar esta palabra tan menospreciada en nuestros días– que no se adquiere –si bien puede afinarse– en ninguna escuela.

     Observo tres aspectos de cómo la tecnología puede influir en nuestro manejo de la escritura: la inmediatez de la publicación –inherente a la fugacidad–, la brevedad del texto –como en la Twitteratura– y la divulgación entre lectores diversos. Destaco el accidente, elemento de encuentro en el ciberespacio.

     Los textos se vuelven territorio volátil. Caminamos por la delgada línea entre el plagio y la apropiación. Las fronteras entre distintos géneros literarios se hacen flexibles y permeables como en la novela de Alberto Chimal, El viajero del tiempo, compuesta por microrrelatos que vieron la luz directamente en el Twitter y hasta después en papel. O el poemario Ha estado usted alguna vez en el mar del norte, de Cristina Rivera Garza, conformada por entradas de blog y cuya distribución en las páginas del libro recuerda, precisamente, el ambiente de la web.

     La escritura contemporánea permite, en muchas maneras, hacer partícipes a los lectores del acto mismo de la creación (el caso más evidente está en el Twitter), por tanto se adelgazan, también, las fronteras entre escritor y lector.

     Recodemos el impacto que tuvo el 20 de mayo de 2010, en la Feria del Libro de León, la creación del hashtag #cuentuitos, a raíz de la mesa de cuentuiteros organizada por Rivera Garza. Durante horas, el 0.02% de la producción de tuits en el mundo estuvo participando en la fiesta escritural –consideremos el porcentaje en relación a 50 millones de tuits al día.

     No sólo los diversos géneros literarios, sino las diferentes artes tienden a mezclarse, llegando a esa interdisciplinariedad de la que hablaba Piaget. Incluso, vemos traslaparse disciplinas y conocimientos antes completamente separados. Así, por ejemplo, la jerga científica, los elementos técnicos de la edición, el habla cotidiana y prácticamente cualquier cosa, se convierten en recursos para hacer el cuerpo del poema.

     La poesía, hoy, es dúctil y maleable como el estaño.


4-El futuro de la poesía

Un amigo poeta con nombre de héroe troyano, Héctor (Herrera), me ha dicho que existen los poetas de escritorio (véase, académicos) y los poetas de la calle (o sea, más autodidactas que doctos), que los primeros publican en grandes revistas aunque los segundos son los que suelen escribir obra “más contestataria o revolucionaria”. Esto da lugar a una lucha estética, algo así como rudos contra técnicos.

     Sin lugar a dudas, nunca ha sido indispensable ser Licenciados en Letras para ser poetas, aunque es innegable que todos, de una u otra manera, hemos llegado a algún tipo de taller, ya sea formal, con colegas, en grupo, en asesorías privadas y, por supuesto, el taller personal que nos suscitan nuestras propias lecturas. Nadie nace a partir de su propio ombligo (aunque muchos actúan como si así fuera). La escritura, tradicionalmente, ha sido un oficio solitario (cosa que, como apunté anteriormente, está cambiando en estos días), pero siempre ha necesitado de la retroalimentación. Y claro, la obra no estará completa mientras no se haya encontrado con el ojo lector.

     Tener un libro equivale, socialmente, a una especie de bautizo profesional como escritor. Hasta ahora, a pesar de la facilidad para realizar publicaciones electrónicas, el libro impreso mantiene cierto halo de magnificencia.

     Las herramientas de comunicación como la red Internet y la telefonía celular adquieren un carácter de Omnipresencia (en nuestros tiempos cualquiera tiene el don de la ubicuidad). Sin embargo, el consumo prevalece sobre la creatividad y el intercambio mercantil es más frecuente que el intercambio de conocimientos.

     Esto me recuerda un artículo de Augusto Monterroso, donde cuenta que su afición por la lectura “se vino contaminando con el hábito de comprar libros. Hábito que en muchos casos termina confundiéndose tristemente con el primero”. Como si una persona se volviera más culta entre más libros tiene en su casa. Razonamiento aplicable a ciertos vicios de nuestra época, como si uno se volviera mejor poeta mientras en más páginas de internet esté su nombre, o más creativo, entre más links de poesía conozca.

     Algunos escritores me han dado su punto de vista respecto a la influencia de las herramientas tecnológicas actuales en su escritura creativa. Hay quienes, como Arturo Castillo Alva, de Tampico, Tamaulipas (1946), y Edgar Valencia, de Xalapa, Veracruz (1975), no observan ningún efecto significativo.

     ¿Es la manera de dejarse influir por la tecnología una cuestión generacional?

     Veámoslo desde el punto de vista biológico. A quienes nacimos a fines de los setenta o a principios de los ochenta, nos tocó aprender primordialmente de los libros (de ahí, nuestro mayor desarrollo del hemisferio izquierdo del cerebro, encargado del lenguaje), cuando éramos niños, y ver el arribo del Internet, su rápida colocación en nuestras vidas (medio principalmente visual y que requiere mayor desarrollo del hemisferio cerebral derecho). Como crecimos en medio de la transición tecnológica tendemos a equilibrar un tanto más que otras generaciones las herramientas de ambos mundos.

    Pero, la verdad, no me gustan las etiquetas, eso de los baby boomers, la generación X o Y, porque, si bien nos dan un referente de época suelen ser incluyentes en sus descripciones, y en un país como México, donde tantas realidades convergen, antes de etiquetar tendríamos que ver el entorno cultural y el estrato socioeconómico de la persona. 

     Aquí subrayo una de las características de la Sociedad de la Información: la Desigualdad. Las bondades de la tecnología no están al mismo nivel para todos. Dado el contexto multicultural de nuestro país, y la forma en que nuestra historia ha avanzado (no de manera consecutiva, sino en etapas superpuestas a guisa de cebolla) no podemos determinar lo que identifica a cierto grupo de personas tomando en cuenta solamente su edad, sino el estrato sociocultural y la región geográfica. Ni siquiera es válido hablar de una sola “identidad” considerando la raza o la lengua. Por ejemplo, los teenek del norte de Veracruz ven –y se sienten– diferentes a los teenek de la región de Aquismón, S.L.P. ¿Cómo han de sentirse en relación a los grupos mestizos o blancos, o los alja´ib, la gente de “más allá del agua”, los que no son mexicanos, los que son extraños?

     La generalidad de los escritores a quienes he preguntado sobre la influencia de la tecnología en su obra, desde jovencitos de bachillerato interesados en escribir poesía, hasta autores de consolidada trayectoria, afirma que el principal efecto ha sido sobre su lectura y la facilidad para obtener información más que para modificar su proceso creativo.

     En mi caso sí he encontrado un efecto tangible. Escribir directamente en el papel me hace soltar la música de las palabras, su flujo continuo de fonemas y significados de una manera primitiva. En la pantalla de la computadora mi poema  adquiere un aspecto gráfico, se vuelve pintura, mapa, fotografía. Sin embargo, este aspecto lúdico no me parece el más trascendente de lo que escribo. Aunque, vale decir, la inmediatez de la publicación me ha hecho fluir en los textos de una manera más, ¿irracional?, fragmentada.

     Apenas con estas someras reflexiones, ¿podríamos aventurar una suposición de lo que ocurrirá con la poesía en el futuro? Edgar Valencia apunta: “Creo que seguirá existiendo, y los poemas también, aunque no proporcionalmente”. 

     Reneé Acosta, de Chihuahua, Chihuahua, dice: “Creo que el futuro de la literatura, como en el pasado, yace en la labor interior del escritor. Mucha gente puede conocer tu obra por internet, pero ¿cuántos pueden apreciarla? Mucha de la apreciación artística de la poesía sigue dirigiéndose en base a tendencias literarias de elites culturales, que también coinciden con elites políticas y tendencias del poder”.

     Alixia Mexa, de Ciudad Jiménez, Chihuahua: “la poesía de ayer, es la de hoy, es la de mañana; las mismas palabras con diferente creatividad”.

     Antonio Constantino, de Torreón, Coahuila: “A un escritor verdadero lo único que le importa es la poesía en sí […] El futuro de la poesía está en donde siempre, sobre los escritorios y partituras de los poetas, en ningún otro lugar”.


Epílogo

Augurarle un sitio a la poesía en el mañana es, en sí, certificar que existe ese espacio pleno de posibilidades resueltas llamado futuro. Creer que uno puede habitar ese futuro es pensar en la permanencia del Yo, pero la Historia nos ha hecho saber que la voluntad nunca se ha puesto de acuerdo con el azar. 

     Nuestra Patria parece ser el presente mismo, construyéndose a nuestro paso, desde lo más íntimo. Pero, ¿qué es el “presente”, cuánto dura, por qué nos movemos a través del tiempo? Tal vez tenía razón aquel sabio árabe cuyo nombre, por cierto, se extravió entre los archivos de mi memoria, cuando decía que el movimiento es una ilusión, una continua sucesión de instantes estáticos. En cualquier caso, todos los tiempos posibles y toda la memoria convergen aquí.





Notas

1. Referencia a Ray Bradbury.

2. En la edición de 1967, se tituló Trece poetas del mundo azteca. En 1993, el autor lo modificó añadiendo a Xayacámach de Tizatlan, enTlaxcala, y Aquiauhtzin de Ayapanco, en las inmediaciones de Amecameca. El título actual señala mejor que todos los poetas antologados, además de hablar una misma lengua, participaban en idéntica cultura.



Bibliografía

Anath Ariel de Vidas, Huastecos a pesar de todo, Breve historia del origen de las comunidades teenek (huastecas) de Tantoyuca, norte de Veracruz. México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos / Programa de Desarrollo Cultural de la Huasteca, 2009.

Alberto Chimal, El viajero del tiempo. Monterrey, N.L., Posdata Editores, 2011 (Col. Hormiga Iracunda).

Miguel León-Portilla. Quince poetas del mundo náhuatl. México, Diana, 1994.

Cristina Rivera Garza, Los textos del yo. México, Fondo de Cultura Económica, 2006 (Col. Letras Mexicanas).



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